domingo, 16 de noviembre de 2014

Prólogo

Hoy, 30 de enero de 1649, es una fecha que pasará a la Historia. En realidad, todavía no me acabo de creer que el acontecimiento que he venido a presenciar vaya a tener lugar. 

De entrada permitidme que me presente; me llamo John Lilburne. Mis compañeros del Parlamento y el pueblo inglés me llaman El Honesto John Lilburne. Tiempo habrá para que nos familiaricemos y para que sepáis por qué me han adjudicado ese apodo; pero hoy no es el día. Hoy tenemos algo más importante que presenciar; al fin y al cabo no todos los días se ejecuta a un rey. Aunque la tarea no está resultando fácil. El verdugo que se encarga habitualmente de este tipo de ejecuciones en Londres, Richard Brandon, se ha negado a decapitar al rey. Ha habido que buscar alguien que le sustituya a él y a su ayudante, al que nadie ha podido localizar. Los dos hombres que se han ofrecido a hacerlo han puesto como condición que su cara esté cubierta con una capucha para que nadie conozca su identidad.

Me encuentro en Whitehall junto a Oliver Cromwell, el principal aunque no el único responsable de lo que va a suceder dentro de unos minutos. El rey Carlos acaba de hacer acto de presencia y he sido testigo del cruce de miradas entre él y Cromwell. Me pregunto qué es lo que pasa por la mente de un hombre que sabe que su vida va a terminar dentro de unos minutos. Y tengo que reconocer que el rey Carlos I Estuardo ha sabido mantener una pose de gallardía mientras se dirigía al cadalso.

Pluguiera a Dios que se hubiese mostrado tan digno y noble durante su desgraciado reinado; no nos hubiésemos visto en la obligación de ejecutarlo. No pensé que después de todo lo que Carlos I nos ha hecho pasar sentiría lástima por él. Pero cuando se ha quitado la capa negra con la insignia de la Orden de la Jarretera y se ha quedado de pie frente a una silenciosa multitud con una amplia camisa blanca que muestra la extrema delgadez del monarca y deja al aire el cuello que dentro de nada va a ser cercenado, no puedo evitar apiadarme de él.

El rey dice unas palabras al obispo de Londres William Juxon que le acompaña; recordadme que le pregunte cuáles fueron esas palabras, las últimas que el primer monarca ejecutado por orden del Parlamento de su país pronunció antes de que un verdugo le cortara la cabeza de un solo tajo. Normalmente las ejecuciones son acontecimientos casi festivos que se celebran entre gritos y risas; hoy en Whitehall el silencio es ominoso cuando el ayudante del verdugo muestra a la multitud el cráneo de Carlos I Estuardo y dice: “He aquí la cabeza de un traidor”.

Os preguntaréis cómo hemos llegado a esta situación, por qué un rey ha sido ejecutado a instancias de sus propios súbditos; probablemente también os preguntáis por qué se me conoce con el nombre de El Honesto John Lilburne. Ambas cuestiones están muy relacionadas y ambas serán contestadas si seguís mi relato.